jueves, 27 de agosto de 2009

Eucaristía

Ayer tarde en la iglesia Stella Maris de Málaga, detrás de mi, asistía a Misa una señora cuya voz era fuerte, consistente, plena. Toda la celebración estuve escuchando sus respuestas sin verla, hasta el momento en que nos dimos la paz y cuando se acercó a comulgar. Era baja, regordeta, gafas bastas y cuadradas, brazos grandes, recia. Se había arreglado para ir a la iglesia con ese vestir sencillo y descoordinado -una falda grande, un jersecito beis, un bolso quizá de sus hijas, azul chillón- que tienen las vidas sencillas y trabajadas. Pero su voz, su forma de pronunciar la palabra "Señor", como una madre, como una hija, con un acento malagueño, serio, con una voz llena de verdad, de fe, de esperanza, todavía me conmueve.

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y había gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré curada". Inmediatamente cesó la hemorragia y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. Jesús se dio cuenta enseguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: "¿Quién tocó mi manto?". Sus discípulos le dijeron: "¿ Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?". Pero él seguía mirando a su alrededor para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad"
Evangelio según san Marcos, 5, 25-34

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